martes, 20 de noviembre de 2007

Blood on the Tracks

Tarde y calle húmeda, ciudad húmeda. El asfalto suda agua y todo se vuelve un pasaje muy líquido. El coche patrullero de turno penetraba en el pueblo y el conductor veía como se volvían difusos los horizontes y los semáforos. A duras penas y con una fiebre que corroía toda su frente hasta llegar hasta los huesos, el sujeto llegó al destino, al centro del delito. Un robo en un supermercado, resultó ser. Al hombre lo esperaba otro vehículo, en donde se alojaba una mujer policía de unos cuarenta años aproximadamente, que se le acercó y se le acurrucó como un gato a su lado...

Evidentemente, la historia entre ellos comenzó hace mucho tiempo atrás, cuando se conocieron en la comisaría de la ciudad. Ella venía de un pueblo muy pequeño, del interior. El ya se había establecido como el jefe de la departamental y tenía a su cargo a todo el personal. De a poco comenzó una atracción especial entre ellos dos, a pesar de que nunca llegaran a concretar. De hecho, la única vez que estuvieron fue tras ese encuentro en donde, tras las puertas del supermercado, tres delincuentes atrincherados esperaban el pago de una suculenta suma antes de darse a fugar.

El operativo finalizó con éxito y los ladrones terminaron dentro del patrullero, suspirando por la oportunidad que se les había esfumado. Antes de subir al auto, la imagen, dentro del aire viscoso y pesadísimo que corría por entre las angostas calles, era digna de una película romántica, de esas de antaño, en donde el hombre y la mujer, escondidos tras alguna columna, se descubrían uno a otro, en plan de seducción. Sin embargo, se sabe que esos lugares no son los más indicados, tal es así que acordaron una cita para dar fin a los vaivenes entre los que se encontraban, ya que nunca podían llegar a eso a lo que todos pretenden.

Resultó ser a las diez de la noche, en la casa de ella, quien vivía sola y alejada de todos los ruidos de la ciudad. El policía, tras prepararse en su casa, tomó su abrigo y se dirigió a su auto. Dio un giro y vio en la luneta un par de casettes de Bob Dylan, Neil Young, Crosby, Stills y Nash y algo de James Taylor. Eligió Blood on the Tracks en lo que resultó una decisión muy espontánea: el deseo era más que nada en ese momento. Aceleró su Ford Mustang a fondo y se dirigió sin titubeos a la casa de su amante.

Ella, en cambio, no sabía que hacer para mitigar la espera de lo que sería una noche eterna, un sueño infinito. Tomó un vaso de vodka con hielo, prendió la televisión y no encontró nada, se recostó y miró al techo. No había nada que hacer para acelerar todo el tiempo en el que su necesidad se impacientaba. Recordó que, un día, en la comisaría, el jefe había olvidado su pistola y ella, casi sin dudarlo, la tomó prestada, a modo de recuerdo por si jamás lo volvía a ver. Abrió la cajonera de la mesita de luz y tomó la Magnum. La miró varias veces, tratando de ver en ella a su hombre. Tomó el arma y, poseída por la emoción de volver a verlo, trató de imaginarlo y de imaginar su miembro viril, su pene, introducirse dentro de su vagina, su intimidad más cavernosa, estrecha y húmeda. La situación le recordó a la tarde de ese día, en donde Comenzó por unos movimientos sutiles, apuntando el arma hacia el clítoris, cada vez con más vehemencia y velocidad, llegando al punto de un salvajismo extremo. Los gritos eran locos, impertinentes y desubicados dentro del cono del silencio que rondaba en las afueras. En lo máximo del éxtasis, creyendo que la pistola iba a ser como el pene que implotaba dentro de toda la feminidad de ella en forma de semen, la mujer susurró el nombre de su amado. Y al momento de llegar al tan ansiado orgasmo, la percusión del arma, que se deslizó por entre los costados de la cama, volvió a silenciar todo el ambiente.

Diez minutos después llegó el Jefe, dispuesto a todo, o a casi todo. Apagó el stéreo, acalló al motor y descendió del coche. La noche profesaba algo más que misterio, y creaba un clima muy intimista que el policía suponía recrear dentro de la habitación. Abrió la puerta del todo –estaba semi abierta ya- y se dirigió al pasillo que lindaba con el living-room. El silencio lo intranquilizaba más y más y lo envolvía en una tensión más que preocupante. Al dirigirse a la habitación, se encontró con la mujer, envuelta en sangre entre las sábanas. Río, hizo una alusión a su menstruación, dio media vuelta, se dirigió al baño y se preparó. Se bajó los pantalones y se calzó el condón de mala marca en su obelisco personal, deslizándolo como si se tratara de una media en un pie. Desnudo, se acostó al lado de la mujer y empezó a fornicar como si nada. Le sorprendía extrañamente que ella no hablara.

Al final del acto sexual, cuando acabó, se acostó, miró como preocupado al cielorraso de la habitación y comenzó a pararse lentamente, preocupado, como si algo hubiera salido mal. Iba a ir al baño, envuelto en sus dudas y cavilaciones, cuando, de repente, observó, al costado del lecho de muerte, su pistola. Recordó el disco de Bob Dylan, tomó el arma, la botella de vodka de la mesita de luz y se marchó hacia su auto.

El asfalto ahora chorreaba sangre y todo se vuelve a convertir en un pasaje muy líquido.


Bob Dylan - Blood on the tracks

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Bob Dylan - Simple Twist of Fate (10 de septimebre de 1975), en "The World of John Hammond".






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